Fábula de los cactus y el granizo

Érase una vez una colección de plantas crasas. En ella la vida transcurría de modo tedioso; el paso de las estaciones, tan palpable en otros jardines, apenas tenía incidencia en nuestras protagonistas. Tal era el precio a pagar por mantener sus turgentes formas tanto en invierno como en verano: una cierta monotonía que sólo se rompía a veces con la fulgurante pero efímera floración de algún cactus, tan breve que casi se diría que se había tratado de un sueño.

Alineadas en sus tiestos de arcilla, pugnaban por asomarse más allá de los barrotes de la barandilla del balcón que les servía de soporte. Nada ensombrecía –literalmente– su plácida existencia durante las inacabables tardes de verano bajo un sol benefactor, Pero, ¡ay! Llegó el otoño. Los días se acortaron y el Astro rey comenzó su declinar en el horizonte, alargando las sombras y confinando la luz a un rinconcito exiguo. Entonces surgió una competición por los haces solares entre quienes hasta entonces habían sido vecinas ejemplares; crásulas, euforbias y echeverias estiraban sus tallos de una manera agónica, eclipsándose unas a otras sin que ninguna tomase la delantera. El humano que las mantenía, consternado, giraba sus macetas con periodicidad para facilitarles un crecimiento equilibrado y apaciguar la discordia que amenazaba con romper la armonía en el edén terracil. Y en estas cuitas andaban enredadas cuando se desató el Armagedón en forma de granizo. ¿Quién lo habría previsto? Nada recuerda ahora la desenfrenada carrera en pos del sol. Los restos de la carnicería aún yacen sobre las baldosas: troncos desnudos y hojas crasas deshechas por los proyectiles del Juicio final. Así que no hubo ganadora en la competición. Quizá sí haya alguna moraleja.


Publicado en La Opinión de Málaga el 18/01/2020.

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